martes, 26 de enero de 2010


Me encantaría dejarte entrar en mi mente durante unos segundos para que pudieses sentir lo que siento, para que pudieses ver el mundo desde este punto de vista y al menos así pudieses comprenderme un poco mejor.

Me entristece pensar en el pasado, en aquellos momentos donde me hacías tanta falta y te notaba tan lejano. Si te hablo de un sentimiento frío y embriagador que paraba mi respiración haciendome sentir vacía no creo que sepas a lo que me refiero.

Eras la única persona capaz de hacerme perder los miedos y fobias a los que tanto temo, la única capaz de hacerme feliz, la que siempre me ha dado fuerzas para seguir ilusionada cuando perdía la noción del tiempo, pero no.

Siempre he pensado que la persona que te quiere no te deja marchar. Recuerdo ese momento, esa confianza ciega que me hacía creer que al darme la vuelta vendrías a buscarme.

La primera vez me dejaste sola en una noche helada. Aún recuerdo el escalofrio que producía en mi cara el contacto del aire con mis lágrimas, el dolor de observar tu elección en el momento que menos lo necesitaba.
El frío de aquella noche no fue nada comparado con la segunda vez. Volviste a romperme el corazón como las otras ocasiones en las que había estado esperando una carrera nocturna a cambio de nada. Me quité los zapatos y empecé a andar descalza por el suelo helado de la calle. No sentía nada, no palpitaba mi corazón, ni siquiera las lágrimas que no dejaban de caer me hacían sentir viva. Era tarde pero no me importaba, el dolor era tan fuerte que apenas me dejaba respirar. Me refugié en la oscuridad de la madrugada, en aquel banco solitario que se convirtió en mi mejor aliado durante lo que quedaba de noche. Alli continué la velada que esperaba pasar a tu lado, alli descubri que yo era la única persona capaz de enfrentarme a mis propios miedos, ya que, tu, nunca me ayudarías a superarlos.